Leyendas  

El Rosario de las Ánimas

Autor: Manuel Lozoya Cigarroa

El otoño había madurado las frutas y pintado amarillo el pasto de la campiña y las hojas caducas de los árboles caían al suelo. Las primeras escarchas de la temporada invernal helaban el ambiente y un vientecillo ligero soplaba el norte perfumando a pasto seco, olor característico de la temporada en esta región de Durango. Las golondrinas ya se habían ido a tierra caliente  y las mariposas dormían en sueño metamórfico. El sol con vacilante fulgor extendía sus rayos sobre el suelo y el polvo empezaba a levantarse formando las polvaredas molestas.

Era el día de muertos, el dos de noviembre de un año que se perdió en el tiempo y frente al Panteón Municipal todo era algarabía, ruidos y gritos de vendedores. Puestos de fritangas y vendimias de distintos colores y tamaños ofrecían al público demandante flores de crisantemos blancos, cempasúchil amarillas y coronas confeccionadas con flores de papel. También había  juguetes de plástico, piezas diversas de artesanías, zapatos y prendas de vestir. No faltaban los puestos de dulces, aguas frescas, nieve, cañas de castilla, cacahuates y naranjas. El gentío era enorme, unos iban y otros venían en peregrinación constante buscando los mejores precios para sus compras por una parte y, por otra, contemplando el vasto tendido de artículos en venta que constituían toda una feria comercial.

La entrada y salida al cementerio representaba todo un problema, el espacio era insuficiente para la circulación de personas, quienes además  cargaban tercios de flores y cubetas con agua para el arreglo de las tumbas.

Dentro del camposanto el ambiente era diferente, la condición  del recinto como morada y mansión de los muertos imponía respeto y aunque había mucha gente, todo era tranquilidad y silencio.

Algunas personas se veían llorando, otras entretejían plegarias elevándolas al confín del infinito pidiendo gracias por sus familiares muertos.

En otras tumbas había cirios y veladoras encendidas consumiéndose como todo se consume en el universo.

El panteón dentro de la inquietud propia que le caracteriza lucía bonito, las tumbas vestidas con flores amarillas parecían estar de fiesta, sin embargo, el silencio predominaba en virtud a que es condición fundamental para dialogar con los muertos, para que los humanos puedan por breves momentos traspasar la barrera del infinito y comunicarse mentalmente con los seres queridos que moran del más allá, que yacen durmiendo el sueño eterno en una tumba fría.

Nosotros los enterradores, campo santeros, como nos dicen, sabemos el secreto de comunicación entre los vivos y los muertos, porque siempre que cerramos una tumba sentimos cuando el muerto habla, se despide del mundo ruido y se dispone a descansar para siempre, iniciando una nueva vida, la que empieza después de la muerte. Ese día yo me había dedicado a limpiar sepulcros, quitando la hierba seca que durante el verano nace en abundancia, me sentía contento porque me había ido muy bien ya que me había ganado algún dinero. Trabajé hasta que el sol se ocultó y el peso de la noche como pesado fardo cayó sobre nosotros.

Fatigado de las faenas del día me concentré al hogar, cené tranquilamente y cuando quise entregar el dinero que me había ganado durante el día a mi esposa, advertí que sobre una tumba había olvidado mi chamarra que contenía el fruto de mi trabajo.

Más a fuerza que de ganas, me dispuse a recuperar mi prenda de vestir por el dinero que contenía y salí de mi casa dirigiéndome al panteón.

Decidí brincarme la barda obscura, la débil luz de las estrellas alumbraba tenuemente las tumbas cuyo silencio protestaba por mi presencia. No sé si el viento o los muertos murmuraban una oración que no se entendía pero si se escuchaba  y parecía una plegaria solemne a la eternidad. Algunas cruces se movían a mi paso alargando sus brazos hacia el infinito.

El canto agorero del tecolote pronunciaba una siniestra estrofa que contribuía a debilitar mis nervios. A lo lejos se escuchaba el canto de gallos y el aullido de los perros que en triste concierto me hacían más pesada mi tarea.

Por fin llegué al centro del cementerio, en lo que llamamos Panteón Viejo y localicé la chamarra olvidada. Al darme cuenta que contenía el dinero buscado, me reconforté y sintiéndome seguro de mí mismo me dispuse a iniciar el regreso.

El murmullo sordo no cesaba de mis oídos y traté de descubrir que era. Al poner especial atención en aquel ruido que yo atribuía al viento, advertí que eran las voces de un inmenso coro que decía con voz un tanto apagada: “Ruega por nosotros, ruega por ellos, ruega por ellos…..”, más que darme miedo, entendí que se me figuraba y debía aclararlo todo. Con valentía agucé el oído y me di cuenta que las voces salían cerca de mí y de todas partes. No tenía caso acobardarme desmayándome de miedo para quedarme a pasar la noche entre los muertos.

Con aplomo singular me incorporé al coro de las voces diciendo: “Ten piedad de ellas, ten piedad de ellos…” y después “ruega por ellas, ruega por ellos…”.

No quise brincar la barda nuevamente temeroso de crearme un problema con la policía y opté por suplicarle a Don Juan el panteonero me hiciera el favor de darme la salida por la puerta.

Le platiqué mi experiencia y con asombrosa naturalidad me dijo:

  • Si,  eso se escucha todos los días, es el Rosario de las Ánimas, que bueno que usted lo escuchó, porque no toda la gente tiene esa suerte de escucharlo y menos de rezar junto con ellas.

José García Valdemar que por muchos años fue trabajador del Panteón de Oriente de la ciudad de Durango, es quien vivió esta insólita y extraordinaria experiencia.

No es la única persona que me narra algo sobre el Rosario de las Ánimas, son muchas las personas que lo cuentan y algunos lo atribuyen a un fenómeno de acústica ocasionada por la fijación del eco de tantos rosarios que se rezan en el interior del panteón  todos los días.

Al decir de más de diez personas me lo han contado, es veraz que el fenómeno acústico se da, y el murmullo se escucha en el centro del lugar, donde se denomina Panteón Viejo.

Esto es en el Panteón Municipal, que también se le denomina Panteón de Oriente de la ciudad de Durango.

Como me lo cuentan, se lo cuento a usted amable lector.