Leyendas  

Una Apuesta

Autor: Manuel Lozoya Cigarroa

    En el año 1899, en la cera que es ahora calle Constitución, frente a la plaza de Armas, se leía este anuncio en la Cantina Richelieu:

¡Atención, ojo!

10,000.00 de premio, pago de contado.

Se darán 10,000.00 a la persona que indique otros establecimientos en la ciudad mejores y más elegantes que las magníficas cantinas Richelieu, propiedad del señor Benson, frente a la Plaza de Armas.

Efectivamente, eran lugares de reunión de la sociedad durangueña de ese tiempo donde pasaban las horas sin sentir, al calor de las copas de cogñac Cuatro Letras, y disertando sobre diferentes temas.

Fue en esa cantina donde un numeroso grupo de amigos, entre los que figuraba Ángel Bracho, José Rivas, Rafael Gurza, Luis Alfonso Patiño, Jesús Ávila, Juan Francisco Flores, Jesús Azúnsolo, José Álvarez, Luciano López y José Flores integraron el club de “La  botella del  amor”, que consistió en poner el nombre de los fundadores del club sobre la etiqueta de la botella, los cuales se hacían acreedores a disfrutar de una espléndida parranda que sería pagada de todo a todo por el miembro del club que se casara primero en turno. Por mucho tiempo funcionó hasta que el tiempo y los cambios sociales desintegraron al grupo, quedándose algunos de los integrantes sin haber pagado la parranda de otros.

En otra ocasión cuatro parroquianos de nombres: Manuel, Javier, Gilberto y Rogelio, tomaban placenteramente abordando en la plática diversos temas entre los que figuraron los acontecimientos políticos de la época, la mujer como factor de perdición o remodelación de la conducta del hombre, donde se citaron ejemplos y se argumentó en pro y en contra del sexo débil sin llegar a ponerse de acuerdo en definitivo. Continuó la plática, los brindis, la camaradería, lo cual trajo a comentario un tema muy interesante: El miedo. Se habló sobre las causas del miedo como enfermedad, como fenómeno psicológico fácil de vencer; concluyendo que el miedo era característica de los débiles, de los cobardes y de la gente falta de carácter.

Naturalmente concluyeron los disertantes en que ninguno de los cuatro tenía miedo a nada, ni a vivos ni a muertos.

Alguno en ademán de fanfarronería y tratando de mostrar a sus tres compañeros de coloquio que era el más valiente de los cuatro, lanzó el siguiente desafío:

Apuesto a ustedes diez pesos de plata, a que ninguno de los tres es capaz de penetrar solo, ahora mismo en la noche, hasta el último rincón del panteón.

A todos les cayó como baño de agua fría la apuesta y más por el compromiso que por convicción, cada uno dijo su turno: Yo si le entro y si alguno a última hora se arrepiente pagará a cada uno de los que sí hayamos entrado diez pesos fuertes de plata maciza.

La apuesta se concertó y con garantía del honor de cada uno procedieron a su realización de acuerdo a las siguientes bases:

Primera: Los cuatro se colocarían en la barda sur esquina poniente del Panteón de Oriente.

Segunda: Se echará una rifa para determinar el lugar en que cada uno debe penetrar.

Tercera: El primero que entre llevará un clavo y un martillo a efecto de que clave el clavo en la esquina norte-oriente o sea la opuesta exactamente al sur-poniente. Regresará al lugar de reunión manifestando haber cumplido con el encargo.

Cuarta: El segundo que penetre llevará como propósito llegar al lugar que llegó el primero, desenterrar el clavo y regresar con el en muestra, a efecto de que sea clavado nuevamente por el tercero.

Quinta: El tercero penetrará y clavará el clavo como lo hizo el primero.

Sexta: El cuarto en turno regresará con el clavo después de desenterrarlo.

Séptima: El que no cumpla con lo estipulado, pagará a los otros tres diez pesos de plata maciza a cada uno, además de pagar la parranda toda la noche tomando cogñac “Cuatro Letras”.

El reloj de la Catedral sonó a las doce de la noche, una a una las campanadas se escucharon solemnes y misteriosas en el silencio de la noche y los cuatro compañeros cubiertos con sus capas negras simulaban fantasmas que se habían dado punta de cita en el lugar en que los muertos descansan para siempre.

Manuel, a quien en suerte le había tocado en turno demostrar su valor, escaló la barda del cementerio y penetró al sitio de la quietud eterna. A lo lejos, un perro aullaba en prolongado y aterrador aullido al mismo tiempo que un tecolote contribuía a darle dramatismo al momento al emitir su cu, cu; el viento helado del mes de noviembre mes de muertos, por cierto, soplaba con fuerza emitiendo entre las tumbas y los cipreses un chidillo lastimero que en aquel lugar y momento rompía el equilibrio de los nervios más templados.

Manuel no hizo caso, sintiendo que estaba a punto de desistir de su propósito y perder la apuesta, porque lo acechaban las mudas miradas de los muertos por todas partes. Miraba en su imaginación que los difuntos con todo y sudario se levantaban de sus sepulcros para protestar por la profanación del recinto. Sintió más de una vez que le jalaban la capa las cruces de las tumbas, o manos invisibles que no estaban de acuerdo con su presencia. Por fin, llegó corriendo al rincón señalado y clavó la estaca como era lo acordado.

El regreso se le hizo eterno porque sentía que era más grande el miedo que su valor.

El corazón a punto de pararse, ya no soportaba el torrente de adrenalina que segregaban los riñones, cuando escaló la barda y cayó extenuado entre sus compañeros. Por unos minutos no quiso hablar y solamente dijo:

-Yo ya cumplí, ahora el que sigue.

Javier, el prototipo del chapucero que tenía un miedo terrible, cometió la trampa que nadie se hubiera imaginado:

Penetró al panteón, caminó unos 100 metros por junto a la barda, se salió del mismo y caminando por fuera llegó hasta la esquina prefijada, penetró, retiró la estaca y volvió a salir para después, cuando ya estaba cerca de sus compañeros, penetrar de nuevo y dar la apariencia de que había atravesado el cementerio de esquina a esquina. Regresó ante el grupo entregando el clavo rescatado.

Tocó el turno a Gilberto quién en tanto regresaba Javier, había estado escuchando el relato de las impresiones de Manuel, el cual para aparecer como muy valiente, contó que había visto bultos que le hablaban, otros que lo jalaban de la capa y haber escuchado un coro de numerosas voces que rezaban un rosario que no tenía fin.

 El muchacho tomó la estaca trémulo y acobardado, no solamente el compromiso del honor de cumplir la palabra empeñada era la fuerza que lo impulsaba para acometer aquella empresa que resultaba superior a su resistencia, brincó la barda y se perdió entre las tumbas y el silencio de la noche, iba con los nervios deshechos y la voluntad rota, una fuerza extraña lo impulsó desde un principio a cumplir la apuesta y esa fuerza lo ayudó a llegar a la esquina del cementerio y clavar la estaca.

 Cuando terminó su tarea, trató de levantarse serenamente para regresar por donde había llegado, pero todo fue inútil; manos misteriosas lo jalaron de la capa con tal fuerza, que los dos o tres impulsos que hizo por levantarse le resultaron en vano. No soportó, un paro cardiaco le cortó la vida y rodó sin sentido por el suelo.

El tiempo pasó y al advertir sus compañeros que Gilberto no regresaba, optaron por enviar a Rogelio, que era a quién le tocaba el turno.

Más por la fuerza que por la voluntad, Rogelio brincó la barda y con pasos serenos se dirigió a la esquina señalada, esperando encontrar en su camino a su compañero. El cuadro tétrico del recinto, los relatos de Manuel, de Javier y la tardanza de Gilberto, contribuían a destrozar los nervios de Rogelio, quién escuchaba rumores por todas partes. En una tumba un lamento, en otra lo jalaban de la capa, en el centro del panteón escuchó que alguien rezaba un rosario y voces en millares contestaban en coro:

-Ruega por ellos,

-Ten piedad de ellos,

-Acuérdate de ellos,

-Ten misericordia de ellos…

Más adelante su imaginación lo hacía mirar cómo en los sepulcros se salían los espectros que lo seguían en el camino.

Por fin llegó al lugar, encontró a Gilberto tirado sin sentido, le habló y al palparlo lo sintió frío y rígido, circunstancia que culminó haciéndolo caer también sin sentido a un lado del muerto.

Las horas pasaban y al advertir que no llegaban Gilberto y Rogelio, optaron los dos compañeros por penetrar el lugar y descubrir lo ocurrido.

Grande fue la sorpresa de los dos al mirar que sus compañeros de apuesta estaban muertos.

Gilberto al clavar la estaca en el piso, clavó también la punta de la capa lo cual hizo que al pararse sintiera que lo jalaban. Rogelio por otra parte, al mirarse solo y entre tumbas y a la media noche con su compañero muerto, no soportó el trance y falleció repentinamente.

Todos perdieron la apuesta y los que peor parte sacaron fueron Gilberto y Rogelio quienes sacrificaron la vida en apuesta tan absurda y temeraria.